A la velocidad de la luz —artículo para Ideal Sierra Mágina, septiembre de 2025—
Esta uno ya en esa edad en la que tu masa en reposo nunca podrá volver a ser igual a cero, porque solo cuando eres asquerosamente joven —y que me perdone la juventud la evidente envidia cochina— eres capaz, casi sin querer, de una manera inconsciente y sin el más mínimo conocimiento de la física cuántica, de alcanzar la velocidad de la luz en tus propósitos o despropósitos en un continuo bucle de ensayos y errores que, entonces, te parece que nunca tendrán fin. Y digo esto, porque hace tiempo que a este cuerpo-escombro mío, cuyos resortes chirrían siempre por esa querencia, por ese vicio adquirido del quiero y no puedo, dejó de alcanzar las notas altas del gallo tenor.
Podemos tener un chispazo, un cruce de cables a modo de lucidez, de reivindicación generacional, pero hace ya muchas fiestas del lugar que, cada agosto, a nuestro regreso a Mágina, el centro de la pista lo ocupan otros pollos con más lustre en su plumaje. Hace ya muchas verbenas que nos retiramos, codo en barra, hasta el lugar de los mirones, donde practicamos una enrarecida nostalgia salpimentada de envidia en esta especie de liga de veteranos a la que la vida nos ha empujado a inscribirnos.
Nos colocamos entonces, siguiendo con lo de la física cuántica —a estas alturas ya sabéis todos que soy un pedante de libro—, las gafas de los pequeños detalles, esas que nos ayudan a explicar las cosas desde la perspectiva de Dios —si es que existe, cuestión que, por supuesto, no nos vamos a plantear en este momento—, profundizando en nuestra visión del panorama a un «micronivel» de un protón, de un electrón o, quién sabe, si de un bosón. Aunque sería más bien de un fotón, si aseguramos que Dios es luz, para que, una vez más, la física cuántica se apropie de este artículo, entremetiéndose en nuestras disquisiciones filosófico-teológicas.
El mundo a este nivel, y por supuesto el devenir de nuestros pueblos maginenses, te ofrece multitud de posibilidades, de desvíos, de pasillos laterales que debemos tapiar para centrar el tiro y quedarnos con la narración lineal de lo que acontece ante nosotros —como dije— codo en barra —y añado— mano en cubata. Y es que, mientras la orquesta desgrana su repertorio más clásico (los pasodobles primero; los éxitos de siempre después; la música de los ochenta, noventa a continuación) nosotros, tanto los insignes veteranos del baby boom como los de la generación X, volvemos a sentirnos los amos del cotarro gracias a una ilusión sonora que dura lo que tarde en aparecer el éxito reguetonero del momento.
No sé si saber ceder el testigo sea un mandato divino, pero sí puedo afirmar que se trata de una de las más ineludibles leyes de la vida que debemos respetar en busca de una transición intergeneracional amable, y yo no lo voy a discutir: hay que desterrar a ese viejo cascarrabias que nos crece dentro y que, entre dientes, farfulla tópicos, como que lo de antes era mejor, que nosotros sí que sabíamos divertirnos, que la juventud no se entera…
La juventud, con su supersónico poder de hacer viajar su idas y venidas a la velocidad de la luz, tiene difícil, y por ello excusado, reparar en lo que está ocurriendo en los arcenes de la madurez, próximos ya a las vías de circulación lenta y sosegada. Como mucho, al pasar por tu vera subida en su montaña rusa, y si se trata de gente bien educada, te mostrará fugazmente su cara de vértigo y la mandíbula desencajada entre el éxtasis y la felicidad. Es su momento, es lo que les toca; tienen que cumplir con su papel.
Mientras tanto, a las viejas glorias, nos queda demostrar que no se nos peló el culo para perder el tiempo en quejarnos por de lo inevitable. La pillería adquirida seguro que nos da para aprovechar cualquier resquicio por donde colarnos en mundos paralelos de diversión, en versiones alternativas de las fiestas, allá en los márgenes, donde no te pise ni te atropelle la inercia y la desfachatez de los neófitos reyes del cotarro. Aprovechar que los focos están puestos en ellos y que todo este tiempo pasado en la invisibilidad de la oscuridad nos ha dotado de unas gafas de visión nocturna con las que, aparte de no perdernos detalle, podemos eludir obstáculos y zancadillas. Y, si es verdad que nos quedan ganas de seguir participando en la fiesta, demostrarles de paso que sabemos y debemos divertirnos, aunque sea desde un rincón discreto en el lateral del escenario. Exponerles además, con rigurosidad científica si cabe, los restos arqueológicos de aquellas tradiciones que pueden aportan valor e identidad a la comunidad, a la sociedad maginense del presente y del futuro.
Y así, a la velocidad de la luz, agosto pasó, y, por mucho que los jóvenes cierren los ojos y crucen los dedos en un pálpito ingenuo porque la maquinaria del universo empiece a moverse al revés, no volverá de nuevo su desenfreno, sino hasta dentro de doce meses. Mientras tanto, septiembre parece estar de nuestro lado, en el equipo de los carcas, con su grisura y su nostalgia; y sus ojos esquinados de mirada contemplativa.




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