«Idiotas» —Artículo para Ideal Sierra Mágina, noviembre de 2025—

 Estoy imaginándome ahora mismo reconozco que no sin cierta malicia la de fuses que estarán echando nada más leer el titular de esta columna ese cada vez más numeroso grupo de personas que, más que disentir con mis opiniones, odian todo lo que tiene que ver conmigo, sobre todo, porque tengo la certeza de que no van a pasar de las negritas de ese «Idiotas» del título.  

 

Es mi costumbre remontarme a la raíz de las palabras, al origen histórico de los hechos y a la esencia misma de los asuntos para intentar obtener una visión lo más aproximada a la realidad de las cosas. Y así, gracias a la curiosidad crítica, me he topado con la etimología de la palabra «idiota» (διώτης), que en la antigua Grecia se utilizaba para hablar de una persona privada o individual; es decir, de alguien que se ocupaba solo de sus asuntos particulares en lugar de participar en la vida pública y política. Este término, que no era peyorativo inicialmente, con el tiempo adquirió una connotación negativa al considerarse que estos «idiotas», al actuar en la vida por puro egoísmo, descuidaban sus deberes cívicos, sus obligaciones para con la sociedad y con la democracia, que requería la participación de todos los ciudadanos.  

 

Todos somos en este sentido clásicode la Grecia antigua, patria de la cultura occidental un poco o un mucho idiotas. Esa es la deriva de esta sociedad individualista y neoliberal, esa es la fuerza centrípeta y egocéntrica que rige la mayoría de nuestros actos. En un mundo donde se admira a quienes —dicen— «se han hecho a sí mismos», donde se premia el emprendimiento, los logros y las metas personales, se mira sin embargo por encima del hombro y con actitud condescendiente a quienes fijan sus objetivos lejos del éxito material, a quienes se muestran poco ambiciosos desde el punto de vista pecuniario o, para colmo, se atreven a tener pretensiones colectivas y gastan de cierta ética o conciencia social. 

 

No sé en qué momento exacto pasaron a ser idiotas esos otros ciudadanos que entendían la política como la búsqueda del bien común; como tampoco alcanzo a imaginar en qué momento un individuo pensó que no bastaba con idiotizarse sobre sí mismo como un ovillo de puro yo y decidió que había que prostituir el significado clásico de la política entendida como lo referente a la «polis» όλις) a la ciudad-estado, a la participación activa de los ciudadanos en los asuntos públicos, para convertirla en una herramienta más para el medrar individual y el beneficio propio, llegando incluso hasta la esquilma y el saqueo de lo público, de lo de todos. 




 

Pienso en esto, cuando me viene a la cabeza aquel tiempo de nuestros abuelos, aquello del «año del hambre» o, para ser más preciso, los años de la hambruna, durante la posguerra española (entre 1939 y 1946) de los que hablaba estos días Muñoz Molina en un artículo. Cuando era pecado tirar el pan y, si se caía al suelo, se recogía, se le daba un beso y a la boca. Por eso, cuando mejoró la vida, y había comidas que no nos gustaban o tajadas que no apurábamos hasta dejar solo los huesos «pelaos y mondaos», se nos decía que «lo que os haría falta es otro 45», por ser este el año culmen de la hambruna que provocó la autarquía (política practicada por un Estado que pretende bastarse de sus propios recursos) a la que el régimen de Franco sometió a la población española.  

 

Dejamos entonces de apurar los platos, incluso abominamos de esa precariedad lejana para nosotros, aunque por nuestras tierras maginenses colearan sus estrecheces hasta bien avanzada la década de los años setenta o incluso llegados los principios de los ochenta del siglo pasado. Pero sí que se nos quedó cosido al envés de nuestras ropas de marca ese sentido de la individualidad, ese afán acaparador de nuevo rico, el «por si acaso», el miedo a los malos tiempos, porque, como dice Muñoz Molina, «de tanto haber escuchado aquellas voces a las que ya no hacíamos caso, ahora nos parece que tenemos recuerdos anteriores a nuestras propias vidas», como una marca genética que nos empuja a lo «idio» o «idion»; a lo propio, a lo particular. 

 

Son esos mimbres los que han terminado componiendo un cesto pequeñito en el que no cabe apenas nada. Son esas las maneras de los idiotas en los que nos hemos convertidoaunque me niego a creer que todo en nosotros sea irrecuperable egoísmo—, las que han llevado a nuestros jóvenes a renegar de la política y hasta de la misma democracia. Es esa la idiocia que los ha convencido de que no hay que votar ni pagar impuestos. Es esa la incultura que, entre otras muchas barbaridades, ha propagado el mantra de que los de fuera solo vienen a quitarnos lo nuestro. Y mientras tanto, apenas quedan ya vestigios de lo bien hecho en política, de lo bien obrado en lo público; apenas queda un leve rastro de la educación, de la sanidad, de los servicios comunes. Solo hay ya idiotas delante de la pantalla, alimentándose de arengas tendenciosas. 




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