El proceso —Artículo para Ideal Sierra Mágina, diciembre 2025—
Para este mes había pensado yo en escribir un cuento navideño al más puro estilo dickensiano. Pero, iluso de mí, no contaba con los siempre imprevisibles derroteros por los que me suele llevar mi mente, por lo que, en lugar de Charles Dickens, este artículo ha terminado inspirándolo Franz Kafka, uno de los más grandes infelices de la literatura universal —como dice Javier Peña en su famoso pódcast—, cuyas absurdas y asfixiantes historias terminaron en su tiempo (principios del siglo XX) por anticipar las perores pesadillas de la humanidad.
En concreto, este año se celebra el centenario de la publicación póstuma —como casi la totalidad de su obra— de la más inquietante de sus novelas: El proceso. En ella se narra la historia de Joseph K., arrestado y juzgado por un crimen que desconoce ante una autoridad burocrática que no ofrece explicaciones lógicas durante un proceso judicial totalmente surrealista (no sé, esto me suena de algo, pero no nos anticipemos).
Yo soy, por convicción, pero sobre todo por experiencia, un descreído del Derecho. No me siento nadie especial, aunque mi profunda y personal desilusión con la disciplina que estudié en la universidad me iguale con Walter Benjamin, sobre todo cuando en sus conclusiones reduce el valor del sistema jurídico a un mero reflejo de las relaciones de poder. Por el contrario, me produce una inmensa tristeza comprobar que, tanto eminencias del pensamiento filosófico occidental como mindundis, como yo, formemos parte de una cada vez más extendida corriente de opinión que, en la práctica, el Derecho, entendido como la disciplina que estudia las reglas que rigen las relaciones entre las personas, las organizaciones y el Estado, no conduce casi nunca a la «Justicia con mayúsculas»; ni siquiera a «la justica con minúsculas».
Es más, muchos juristas, incluso togados, ya se destaquen por su búsqueda de esa justicia perdida de la que hablaba antes o por su habilidoso manejo en los —muchas veces— torticeros recovecos de la norma, son conscientes de esta trampa que la Ley (con mayúsculas y con minúsculas) presenta de partida. Como ejemplo y nada sospechoso de militar en mis mismas disidencias políticas y religiosas, Carlos Lesmes, «un magistrado conservador de profundas raíces religiosas», según rezaba un titular de la época de su nombramiento como presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial bajo el auspicio del Partido Popular, dijo no hace tanto, que la ley procesal estaba «pensada para el “robagallinas”, no para el gran defraudador». Incluso nuestro mentado Kafka, con cuyo descreimiento de la ley, pero sobre todo de la burocracia, empezamos este artículo, fue un doctor en Derecho que, aunque no ejerció como abogado de tribunales, se convirtió a lo largo de su vida laboral (como empleado que fue del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo de Bohemia) en un privilegiado testigo de toda clase de injusticias y despropósitos burocráticos.
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| Ilustración de Sara Chávez para una reciente edición colombiana de El proceso de Kafka |
Como señala Antonio R. Rubio Plo, profesor de Relaciones Internacionales y de Historia del pensamiento político de la Complutense, «¿cómo no pensar en Kafka en medio de esa cultura de la cancelación que arrasa en Occidente y que no conoce la presunción de inocencia y menos aún el perdón?» Y es que, en realidad —como deja bien claro Kafka en El Proceso— la ley no permite la defensa del procesado; solo se limita a tolerarla. Así, sin centrarnos en ningún proceso en concreto de los varios mediáticos a los que asistimos en estos días, encontramos que, por lo general, los interrogatorios terminan siendo más decisivos que cualquier alegación que presente el reo, por muy exculpatoria que esta sea, y eso es tremendamente descorazonador para cualquiera que busque, no digo ya la Justicia, sino al menos la razón y la lógica sobresaliendo por encima de cualquier proceso. Porque nadie o casi nadie —que se lo pregunten si no a Álvaro García Ortiz, el procesado y ya condenado Fiscal General del Estado— queda libre de que la maquinaria judicial termine atropellándolo.
Si nos detenemos un momento en este concreto caso del Fiscal General, se ha vulnerado uno de los más importantes principios jurídicos sobre los que orbita cualquier proceso penal que, además, está íntimamente ligado a la presunción de inocencia. Me refiero al «in dubio pro reo» (en caso de duda, a favor del reo); es decir, si existe una duda razonable sobre la culpabilidad de un acusado, la decisión debe resolverse a favor de este. A este respecto, Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, señala que, como no conocemos la sentencia —al menos en el momento de escribir su artículo y el mío—, o lo que es lo mismo, «no conocemos la razón por la que se condena sino la voluntad de condenar», no podemos hacer un análisis jurídico, sino exclusivamente político, ya que el Supremo ha hecho política y no derecho.
Decían quienes conocían a Franz Kafka en profundidad, que no hay que quedarse solo con ese hombre de personalidad nihilista y agobiado existencialmente que la mayoría de sus biógrafos señalan. Y es que, como Josef K. en El proceso, nunca se ha de dejar de luchar contra la arbitrariedad del poder, al menos mientras se tenga aliento.




Un buen artículo me la profundidad del tema.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarComo jurista no acabo de compartir ciertas afirmaciones, pero se trata el tema con mucho más respeto de lo que se hace a pie de calle. Sigue escribiendo, Juan. Es una hermosa manera de ejercer la libertad de expresión.
ResponderEliminarGracias siempre, Soco, por ese aliento tuyo que nunca me falta, a pesar de que no compartas mi punto de vista. Y ya sabes, aquí está reflejado también el trasfondo (o mi excusa) de mi animadversión con el Derecho.
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