Cuando escribíamos cartas -artículo de opinión publicado en Ideal Sierra Mágina, julio de 2018-



              La vida entonces era simplemente sencilla y nos las arreglábamos con poco. Bastaba algo de calor que llevarnos a las manos para no sentirnos desnudos, solos, y con un poco de luz de la antigua, de la de 125 voltios, alimentábamos nuestro ánimo y hasta nuestro espíritu entre el follaje de sombras montaraces en el que crecimos tanteándonos y tentándonos. Porque todo este avance con su maravilla y sus comodidades no ha hecho más que complicarnos la existencia, creándonos olvidos hasta idiotizarnos, a la vez que nos iban creciendo extraños hábitos e innecesarias dependencias lejos de aquellas –llamémoslas- primitivas costumbres.

         Llamaré aquel tiempo “la era epistolar”, como si así lo hubiéramos aprendido en los libros de historia, aunque hayamos olvidado lugares, fechas, remitentes… pero no el aleluya que nos bailaba en el corazón cuando recibíamos una de esas piezas de papel envueltas en más papel donde lucían nuestro nombre y nuestros apellidos escritos de puño humano y letra irregular. Garabatos desiguales, lejos de la línea impecable de una times new roman o de la categórica redondez  de una arial o de una kalinga  con su áurea perfecta y artificial retroalimentándose en la pantalla del portátil,    pero capaces  de abarcar  en el pulso imperfecto y vital de la tinta sobre el papel todos los azules imaginables: desde un calipso amaneciendo con su tono irreal y mágico en plena confesión amorosa, hasta el abrazo zafíreo, casi púrpura, de la letra temblorosa del soldado en su garita. 

         Ya nadie las escribe, quizá porque poco a poco han ido cayendo en desuso a la par que los nuevos tiempos -y los viejos pecados, dejadez y pereza sobre todo- han campado a sus anchas, desterrando el hábito de comunicarnos mediante primitivas misivas amanuenses. En su lugar, sucedáneos modernos, más inmediatos pero impersonales, han terminado por atrofiar, no solo nuestra capacidad caligráfica, sino que además, en una injustificada tendencia al ahorro, nos han llevado hasta reducir de manera drástica el número de palabras que empleamos en las interacciones nuestras de cada día.  Curiosamente, hemos acabado sustituyendo la mayoría de fórmulas y frases hechas que empleábamos con asiduidad  por unos dibujos llamados emojis; es como si todavía anduviéramos en taparrabos pintando las paredes de nuestra cueva, regresando nada más ni nada menos que 30.000 años en la historia de la humanidad. Sin embargo, hoy en día constituiría una paradoja temporal que nosotros –empedernidos usuarios de whatsapp- nos encontráramos con el milagro de una carta manuscrita en el fondo de nuestro buzón.

         Por aquel entonces, aunque apenas lo recordemos, fuimos los emigrantes de una de las comarcas más depauperadas y abandonadas  de la provincia de Jaén, que inmigramos en los barrios del extrarradio y en los pueblos dormitorio de Madrid y Barcelona, o hasta las factorías francesas, alemanas o suizas, convirtiéndonos en  definitiva en migrantes, la mayoría por causa económica, aunque algunos también –los menos- huidos por causa política.

Escribíamos entonces, aunque apenas lo recordemos, una semana sí y otra también, largas e impúdicas confesiones de amor eterno a los rincones encalados donde nacimos, a los callejones por donde garabateaba nuestra infancia al resguardo de antiguas casas de adobe donde visitábamos a nuestras chachas o  a nuestras abuelas. Porque por aquel entonces, recién llegados a los arrabales de Cocentaina o al humilde barrio de San José, el de “los domingos”, en Alcoy, nos desvivíamos por encontrar a alguien que quisiera escribir nuestras cartas henchidas de saludos kilométricos   a los tíos, a los primos, a los amigos, a los vecinos, a esa vecina… que terminaban siempre igual, con un sinfín de abrazos y de cruces –antiguo emoticono de los besos-. Cartas rebosantes por las cuatro esquinas del sobre que nunca nos parecían suficientes. Aunque por aquel entonces que ya apenas recordamos, quienes nos quedamos en Mágina, y que a duras penas alcanzábamos a conocer las letras, nos bastaban dos palabras, un giro y una anécdota, para saber leer lo que se contaba y lo que no se contaba en aquellas cartas colmadas de añoranza.

         Sin embargo, ya nadie las escribe. Ni siquiera recordamos la última vez que lo hicimos, y si por pura inercia del pensamiento desandamos este largo camino recorrido hasta la frontera de nuestra conciencia, allí seguro que habrá una palabra cariñosa o un “te quiero” encerrado en un corazón rechoncho, una frase de ánimo, unos besos como cruces, un “te echo de menos”, un “ojalá estuvieras aquí porque sin ti yo no puedo”… que  alguna vez alcanzamos a escribir de nuestro puño y letra, incluso con una más que aceptable caligrafía aprendida en los cuadernillos Rubio.

Pero en su lugar, ahí estamos, con un ojo puesto en las fotos de gatitos y perretes –carita sonriente, carita sonriente, corazón, corazón, corazón-, sin tan siquiera sentir la más mínima de las vergüenzas por no reconocernos en la piel de los ocupantes de esos barcos que recorren a la deriva todos los puertos y todos los salones de Europa. Esos rostros que, aunque apenas lo recordemos, antes fueron los nuestros: rostros demacrados, hacinados y hambrientos, aunque nunca lo contáramos en nuestras cartas. Rostros que nos siguen mirando desde la pantalla del televisor, aunque volvamos la cara, aunque cerremos los ojos.

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