La aristócrata inglesa y el posadero de la Moraleda


A la memoria de     
 Carmen y Diego. 
 
Todo el mundo a estas alturas sabe de ese árbol grande y frondoso que tenemos en Bélmez, donde –os contaré un secreto-, no es que acudan cada atardecer todos los pájaros que hay en Mágina, aunque yo tenga el pálpito de que si lo digo o lo escribo muchas veces, todo el mundo lo creerá tan incuestionable, que nadie se atreverá a cortarlo jamás. Eso sí, hasta sus ramas vienen a cobijarse tantas desvalidas avecillas, que cuando cae la noche, resulta una temeridad acercarse a sus inmediaciones, pues de no atender a esta advertencia, estás comprando papeletas para ver condecorada tu camisa con una o varias medallas provenientes de las incontinentes cloacas de los pájaros que en él moran.

En realidad, es un árbol mágico, un árbol cuyo magnetismo no solo es capaz de atraer zorzales. Cuentan que bajo él -«el árbol del Parlamento» lo llaman-, se han llegado a desatascar irreconciliables diferencias para conseguir formar gobierno, se han podido enderezar economías al borde de la quiebra, han surgido incluso fórmulas milagrosas para acabar con el paro o hasta se solucionaron en un abrir y cerrar de ojos nuestros eternos problemas con los precios del aceite. Y todo ello, a razón de unas quince o veinte veces por minuto, dependiendo de la cantidad de contertulios que se encontraran en ese momento departiendo en la tranquilidad de su lozana sombra. Lástima que su poder de fascinación sea tan efímero, tan volátil el efecto de su encantamiento, que al día siguiente ya nada se recuerde y todo empiece de nuevo en la anodina rueda de la cotidianeidad belmoralense.

  Todos los veranos por agosto, siempre fiel a su cita, veías a Diego Cees Gómez, más conocido como Dieguillo el Fraile o también por el Posaero, haciéndose con un sitio en los solicitados bancos que hay bajo ese árbol grande y gordo de Mágina. También él se abandonaba a esa especie de suerte de prestidigitación en la que los moraleos somos tan duchos, capaces de arreglar el mundo en un tris, para desarreglarlo al minuto siguiente, ya que a los nacidos aquí nos viene como un añadido en la partida de nacimiento,  un curioso carnet de técnico especialista en mecánica de la vida en sus diversas ramas y disciplinas.

Pero Diego, como la mayoría de emigrantes que tuvieron que dejar muy a su pesar nuestro pueblo, tenía una conversación preferida por encima de todas, que no dudaba en sacar cada vez que se sentaba bajo la frondosa copa del árbol. Él era capaz de estar horas y horas hablando de cuando vivía en Bélmez de la Moraleda, y esa charla contenía en esencia su versión del pueblo; esa que llevaba cosida en las entrañas aquel día que no tuvo más remedio que coger los bártulos y marcharse hasta Sax, un bello y próspero pueblo alicantino del Alto Vinalopó, que gracias a Diego y a su familia nosotros aprendimos a situar en el mapa.

Había además, una historia en particular que a él le encantaba contar por encima de todas. Una historia que trataba sobre una señora inglesa que llegó a hospedarse en la posada que su mujer Carmen y él regentaban en el pueblo. Diego no recordaba el año exacto en que esto había ocurrido, aunque hoy sabemos que fue el año sesenta y uno. En concreto, la tarde del 29 de noviembre de 1961, subida a lomos de una yegua, hizo su aparición en la posada aquella mujer extranjera de mediana edad, tan fina y educada, que era del todo imposible que pasara desapercibida para los habitantes de Bélmez, mucho menos para Carmen y Diego.

Empezaré desde el principio. Penélope Chetwode, que así se llamaba esta señora, era una aristócrata inglesa hija de un famoso general de caballería y esposa de John Betjemen, uno de los poetas ingleses más famosos de mediados del siglo XX. Pero antes que eso y por encima de todo, Penélope era una mujer culta, independiente y ávida de aventura, que había decidido emular en solitario a los escritores románticos ingleses que durante el siglo XIX llegaron a nuestro país dispuestos a escribir sobre los pormenores de sus viajes. Hasta tal punto quería imitar las correrías de aquellos primeros viajeros compatriotas suyos, que lo hizo a caballo, valiéndose de una yegua –la Marquesa- que le prestó su amigo el duque de Wellington, por lo que tuvo que acercarse para recogerla, hasta la finca que este poseía en la localidad de Íllora, lugar donde comenzó y terminó su viaje entre tierras granadinas y jiennenses. En realidad, su principal cometido era conocer la Sierra de Cazorla y la ciudad de Úbeda, pero una vez saciado su interés por ellas, a su vuelta hacia Granada, decidió improvisar  y adentrarse por la Sierra Mágina. Así fue cómo terminó visitando los pueblos de Jódar, Bedmar, Bélmez de la Moraleda y Huelma.


Penélope y la Marquesa, «Dos señoras de mediana edad en Andalucía», pues esa es la traducción al español del título de su libro, en referencia a la especial relación que durante el viaje llegó a crearse entre ella y su compañera equina, tras visitar durante la mañana del 29 de noviembre el Santuario de la Virgen de Cuadros, marcharon hacia Bélmez atravesando la Sierra de la Cruz, donde se desorientaron debido a la lluvia que caía ese día, hasta que los cencerros de unas ovejas las encaminaron hacia un cortijo cercano, el cortijo de Lazarillo, donde la señora Chetwode obtuvo la precisa información para poder continuar hasta el pueblo.

Nada más entrar en Bélmez, se vio rodeada de una bandada de chiquillos que la llevaron en volandas hasta la Posada de Carmen y Diego. Cuando dejó a Marquesa en la cuadra, le llamó la atención que para ello hubiera que atravesar el cuarto de estar por un empedrado y descender a continuación por una rampa empinada. Una vez que la yegua quedó acomodada, salió a comprar paja y cebada para el animal. Después llegó su turno y se instaló en una habitación en la que para acceder había que bajar un escalón cuya existencia olvidaba cada vez que tenía que entrar, por lo que siempre se tropezaba.

Aunque en Inglaterra la religión oficial es el anglicanismo, Penélope era católica. De ahí su obsesión por visitar iglesias y santuarios – el de la Virgen de Cuadros y el de la Virgen de la Fuensanta-. Aquella tarde se dirigió a la vieja parroquia de Nuestra Señora de la Paz, rodeada una vez más de la troupe de niños que la seguían a todas partes. Como la misa ya había comenzado, para no molestar, decidió sentarse en los bancos del final. Los de alrededor fueron tomados de manera inmediata por la mayor parte de su séquito infantil que, para su escándalo, lo hacían mirándola a ella, de espaldas al altar. El resto de niños que no entraron, la observaban curiosos desde la puerta, que se apresuraban a dejar entreabierta cada vez que alguien entraba en el templo.

Como al día siguiente de su llegada era 30 de noviembre y coincidía con el día del patrón de Bélmez, el Señor de la Vida, decidió quedarse para asistir a la misa cantada y a la procesión. Esta vez llegó con tiempo a la iglesia y se sentó en el lado izquierdo, pero una mujer vino con premura a advertirle de que ese era el lado de los hombres. Acabada la misa y la procesión, se dirigió hacia la pedanía de Belmez para conocer el castillo, pero como no lo encontró, decidió regresar al pueblo. Pensaba que en España todos los castillos debían estar encantados, ya que, salvo el de Jódar, que se encontraba en el mismo casco urbano, no había conseguido ver ninguno.


La cena en la posada fue muy sencilla, y le llamó la atención que Carmen, la esposa de Diego, fuera rubia, pues era la primera mujer con este color de pelo que veía desde su llegada a España. Sus compañeros de hospedaje de aquella noche fueron un hombre que recorría la provincia en Vespa vendiendo productos para el olivar y unas gitanas que se ganaban la vida comerciando con los canastos de mimbre que ellas mismas habían fabricado. Le sorprendió saber que, como estas mujeres no tenían dinero para pagarse una habitación, dormían en el suelo. Sobre lo ocurrido al día siguiente, dejaremos que nos lo cuente la propia Penélope, como si se hubiera acercado hasta el árbol del Parlamento y todos atendiéramos en corro a sus palabras:

«Bélmez de la Moraleda , viernes, 1 de diciembre de 1.962. La misa empezó sólo cinco minutos tarde. Yo le di a La Marquesa una buena comida antes de irme a la iglesia pero, cuando volví, no pude conseguir nada de comer para mí. La cafetería estaba cerrada y el fuego de la posada estaba apagado, así que me tomé un vaso de agua helada y un trozo de pan seco mientras empaquetaba mis alforjas. Durante el pasado mes había estado viviendo fuera de tiempo. Nunca llegaba tarde para nada porque la misa, el desayuno, el almuerzo y la cena se retrasaban siempre. A menudo terminaba en un lugar bastante diferente del que había estado esa mañana. Pero no me importaba en absoluto: iba de pueblo en pueblo por puro placer. Nunca había sido mi intención establecer un récord de larga distancia y sólo una vez, de Cazorla hasta Úbeda, hicimos lo que parecía una prueba de resistencia. No había leído el periódico ni usado el teléfono, ni hablado con nadie que no fuera español. Me había introducido en el mundo de George Borrow y Richard Ford y, a pesar de tener la radio y la electricidad aunque solo para una bombilla de 15w, la España rural todavía permanece exactamente como ellos la describen. De repente me di cuenta que tenía que volver al mundo moderno donde había cosas tales como fechas determinadas y que tenía que coger un avión para Gibraltar en pocos días, así que no me podía arriesgar a perderme en más sierras. Por esta razón quedé con mi casero, Diego Cruz Gómez[1], para que me escoltara hasta el Santuario de la Fuensanta en su burra.

Salimos un poco antes de las nueve, que era la hora de la salida del sol, ya que estábamos empezando diciembre. Había tal lío de senderos en todas direcciones que incluso mi guía se confundió y tuvo que preguntar a varios cortijeros con los que nos cruzamos. Un hombre montado en un mulo, al que encontramos, nos dijo que era un “camino muy malo” (una frase que sonó a música en mis oídos) y que sería mejor que fuéramos por la carretera aunque fuera un camino más largo. Afortunadamente Diego estaba tan decidido como yo a atenerse a los caminos. Como es normal el “camino muy malo” nos llevó a través de un paisaje de tal belleza que yo quería quedarme allí para siempre. El profundo azul del cielo, sin nubes, hizo que el recuerdo del mal tiempo de la pasada quincena pareciera un sueño medio olvidado. Tuvimos que cruzar un barranco con mucha agua, luego, el camino nos llevó por encima de tierras labradas donde, entre las rocas, tintineaban los cencerros. Inventé una adivinanza:

- ¿Qué clase de animal es clarividente?

Las ovejas españolas porque ven la hierba que es invisible al ojo humano.

Nunca dejaba de andar para que la pequeña burra blanca pudiera ir al paso de la yegua. Observé que tenía herraduras delante, pero no detrás y Diego me dijo que a todos los burros les ponen las herraduras de esta forma mientras que, a los mulos y a los caballos, normalmente, se las ponen en las cuatro patas. Dos veces, durante nuestro viaje, golpeó a la burra en su cuello y le dijo: ¡Muy buena la burra! Pregunté si le daba de comer cebada pero me dijo que no podía costeárselo: vivía de la paja y, de vez en cuando, pastaba. Esto la mantenía en buenas condiciones físicas. Diego me contó que la vida de un posadero era pobre. Me dijo que la mayoría de los huéspedes sólo querían un espacio para dormir en el suelo y además traían su propia comida. Yo había observado que ninguna taberna pequeña tenía barra ni vendía bebidas.

 A las once en punto, Diego, inesperadamente, saltó de su burra, sacó una barra de pan y algo de jamón y, sentados en la orilla del camino, nos lo comimos con nuestras navajas junto con un cacho de chocolate que encontré en uno de los bolsillos de mis pantalones de montar. Mi cuerpo estaba extraño debido al resfriado que había cogido en la Sierra de la Cruz. El jamón era excelente pero sentí un fuerte dolor de tripas.

Después de dos horas y tres cuartos, en lugar de las tres horas y media que había predicho Diego, llegamos, desde Bélmez, hasta el Santuario de la Fuensanta. La iglesia está adosada a un cortijo grande en el que varias familias viven y trabajan la tierra de los alrededores. Uno de los hombres me llevó a ver la fuente sagrada, situada en la parte de atrás, la cual había curado, según la antigua leyenda, la mano de la reina de Granada. La iglesia es mayor que la de Cuadros pero del mismo periodo, del s. XVII. Estaba blanqueada por dentro y por fuera, pero no decorada. Hay un pesebre napolitano (Portal de Belén) muy bueno en una caja de cristal en el pasillo norte que está desmejorado por el añadido de unas figuras de yeso de la Sagrada Familia de tamaño desproporcionado en relación con las demás. Por encima del altar hay una pequeña virgen con cara de muñeca que lleva un vestido de ricos bordados. Me habían dicho que este excesivo engalanamiento de las estatuas con ropas bordadas fue el inicio del declive de la escultura religiosa española.

 Me despedí de Diego Cees Gómez y su “Buena burra blanca” y continué hacia Huelma mientras ellos regresaban a Bélmez. Hice el trayecto, a través de olivos por una carretera sin grava y con curvas colina abajo, durante cuatro kilómetros, hasta llegar a Huelma. Sobre este pueblo se asienta la mejor fortaleza en miniatura de dos torreones que jamás he visto. Había decidido quedarme aquí sólo para almorzar y luego llegar a Montejícar sobre el anochecer pero, como ocurre muy a menudo, Dios planeó algo diferente».[2]

     Un par de veranos antes de morir Diego y, como había contado tantas veces aquella historia a sus compañeros de tertulia, decidió llevarles hasta el Parlamento la prueba de su veracidad, pues la señora Chetwode les había hecho una fotografía a él y a su burra durante el trayecto hasta la Fuensanta. Por desgracia, y para disgusto del bueno de Diego, perdió la fotografía en el camino de regreso a la casa. Tampoco supo nunca, que aquella mujer había escrito este hermoso libro, donde inmortalizó para siempre las andanzas un tanto quijotescas protagonizadas por una aristócrata inglesa subida en una yegua, a quienes acompañaron en uno de sus capítulos el posadero de la Moraleda y su burra blanca.




[1] Penélope debió de entender mal el primer apellido de Diego o, quién sabe, si le dio por cambiarlo tal vez porque considerara que Cruz era más literario que Cees.
[2] Este libro no está traducido al español. La presente traducción la hizo la maestra del colegio de Huelma Inmaculada Moreno Díaz. Luego, el trabajo fue revisado y corregido por una profesora inglesa de literatura que vive en la localidad alpujarreña de Válor, quien ha sabido mantener la riqueza literaria del texto original. Comentaba esta profesora que esta obra literaria de Penélope está muy reconocida en la Universidad inglesa, donde es calificada como prototipo de “Libro de Viajes”. De una publicación de Huelma.org realizada por Bernardo Quesada Galiano, Inmaculada Moreno Díaz y Francisco Ruiz Sánchez.

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