Relato de verano: El niño que soñó con las caras —Ideal Sierra Mágina, agosto 2021—

   Empezó a leer la novela unas noches atrás. Justo el mismo día en que la recibió, aunque apenas pasaban tres desde que su hijo la había pedido. De hecho, se quedó tan sorprendido por la prontitud de su llegada que se le agarró en las manos ese temblor tan familiar. Era como si aquel sobre amarillo acolchado contuviera un juguete ansiado desde niño. Quién le iba a decir a él que esa cosquilla en las manos se la iba a provocar un libro. A él que, si no contamos cuando se sacó el carné de conducir, en su vida había leído más de tres líneas seguidas.  

Y ahí estaba, a las dos y treinta y cinco de la madrugada de su tercera noche seguida, empezando a leer el segundo párrafo de la página doscientos dieciséis, cuando una frase le trastocó los pulsos. 


Pasado un tiempo, estando Pura, como cada tarde de lunes a viernes, trabajando en la biblioteca, recibió una visita inesperada. Se trataba de Carmen, una buena vecina de Bélmez. Parecía muy alterada, y traía de la mano al mayor de sus hijos varones…    


Ese niño era su «él mismo» el de hacía cincuenta años, asomando aquellos rizos de entonces, junto a sus ojos igual de negros, pero más grandes que los de ahora, por las páginas del libro. Allí estaba, con la mano derecha cosida a la mano izquierda de su madre, mientras un miedo insuperable le paralizaba el cuello, como si se tratara de la mordedura de una garrapata. 


Respiró con tanta profusión que casi despierta a su mujer. Pero fue la constatación de saberla cerca lo que terminó por tranquilizarlo. Estaba decidido a continuar leyendo aunque ello le trajera de vuelta los viejos fantasmas.  





Después de aquella horrible pesadilla que tuvo a los ocho años, nunca ha vuelto a pisar la casa de María, ni a soñar con la barba interminable del Rabino, ni con los ojos inquiridores de la Pava. Pero, durante años, cada vez que llegaba la noche y cerraba los ojos, todos aquellos rostros volvían a danzar en su cabeza. Una noche y otra y otra… el suelo de la cocina se abría a sus pies, para volver a oír el llanto —¿o era la risa? — de unos niños aterrados —¿eufóricos?— ante una turbadora figura masculina, que se alargaba hasta hacerse tan inmensa como la oscuridad, mientras en su cabeza esa pareja no cejaba de pelearse: «¡Quico… borracho… que nos vas a quitar la vida!». 


Intentó concentrarse para seguir leyendo, pero no pudo evitar que las ideas se le engancharan unas contra otras en una maraña de absurdos imposibles de desenredar. Porque, si es verdad lo que se cuenta en el libro, tal vez él sea el único niño de las caras que tuvo miedo de ellas. Por eso se sentía aliviado de no ser ninguno de los que aparecen en la fotografía de la portada. Esa sensación hubiera sido insoportable: «mira, este de aquí, el de la izquierda… no, el otro… el que está como mirando raro… ¡ese, sí!… ¡ese es el niño que soñó con las caras!». 


Por fortuna, pocos recuerdan aquel episodio. De hecho, desde que ha salido este libro, nadie se lo ha referido. Salvo su hijo, claro; aunque la culpa la tuvo él mismo. 


—Yo soñé con las caras. —le dijo casi sin querer; y ya no pudo parar de contarle. 





Pensaba ahora en el miedo. Pero no en el miedo así, tomado en abstracto. Pensaba en su propio miedo; el miedo que él y nadie más podía sentir. Un miedo que olía a tierra removida y que sabía a piel y a asperezas. Un miedo que tenía el color de la sangre, desde aquella fatídica noche en la que bajó por unas escaleras de caracol hasta las profundidades de las caras. Porque él había olido las ropas del Rabino, cuyo tufo nauseabundo infestó sus noches durante demasiado tiempo; porque él sabía de qué color eran los ojos de la Pava, aunque ya no lo recordara o, simplemente, no lo quería recordar. 


Página doscientos noventa y nueve y última. Probablemente, haya sido el primer y último libro que se lea en su vida. Echará de menos esa sensación de remolino en la cabeza por saberse parte de lo que alguien ha escrito. Hace un par de páginas comenzó a hacerse el remolón: quería estirar las vocales, las sílabas, las frases, los párrafos… añadirle más. Porque los libros, cuando te trastocan, debieran ser como la piel cambiante de un niño. Incluso, alcanzar para que troquelemos a capricho los recuerdos.  


Volverá a esperar impaciente la llegada de la noche. Buscará otra vez la pared más propicia donde proyectar contra un tenderete de sábanas el parpadeo de una vela. Regresará a los castillos hechos de almohadas, donde jugábamos a ser las reinas y los reyes de los sueños, mientras que, debajo de la cama, esconderá, junto a las canicas y los cromos de la Real Sociedad —Gaztelu, Boronat, Gorriti, Esnaola...—, sus secretos de niño flacucho, pelo rizado y ojos negros y grandes. Es curioso, pero todavía no ha descubierto si lo que escucha es la risa o el grito de unos niños. Habrá que empezar de nuevo a leerlo. 

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