La tierra de las fatigas —artículo publicado en Ideal Sierra Mágina, septiembre 2021—

 ¡Qué desazón que nos está dejando este tiempo, este agujero negro, este enganchón en un obituario continuo! Cinco olas con sus cinco curvas tan altas como cinco tsunamis, que nos tienen haciendo puenting en un bucle emocional: arriba y abajo; la vida y la muerte, bailándonos un ritmo infernal en el pulso. 


Hay mucha gente en Bélmez y en toda la comarca de Sierra Mágina que, sin pensárselo dos veces, diría: «Blas era mi amigo». Pero, como yo no puedo hablar por los demás, me vais a permitir que os lo diga: Blas era mi amigo; pero un amigo sin artificios ni aspavientos, una vez despojada la palabra de perifollos, banalidades y demás orquestales estridencias. Es más, no sé explicar cómo lo hacía —porque estoy seguro de que era más mérito suyo que mío—, pero lograba deconstruir nuestra amistad, hasta hacer de ella un simple pero maravilloso mecanismo de afinidad. 


Alguien me dirá entonces, que eso lo llevaba él en el oficio; que, como buen tabernero, sabía equilibrar en su bandeja la eficacia de esa psicología aprendida en la mejor universidad posible —la de la vida—, con una distendida y amable conversación, donde la confidencia quedaba elevada a secreto de confesionario aderezado con la exacta proporción de hielo, licor y refresco; porque en el arte de la atención al público, él seguirá siendo catedrático emérito por los siempre jamases 


Pero no he venido aquí a hablar de su magisterio, sino de sus devociones. Desnudar una amistad hasta dejar su significante y su significado en «pelota picá» es una cualidad que no se aprende tirando cervezas, sino ejercitándose en el oficio de la auténtica bonhomía, sin hacer trampas ni rellenar su músculo con cartones. Y es que, con una patadita y un farol, una nimiedad, un guiño, un «¡cuchah!, ¿cuándo has venío?» dicho con esa pose de «medio lao» desde detrás de la barra, lograba hacerle hueco a lo que de verdad importa: las personas y sus sueños. 


Ahora, esa persona, que era mi amigo sin alharacas ni palmaditas en la espalda, se ha truncado, ya no es, se acabó; y con ella, sus sueños… ¿o tal vez no? Tal vez, amigo mío, hayas encontrado ese mecanismo que es —como tú decías— «lo más sencillo del mundo», para que, a través de tu obra, de una u otra manera consigas perdurar en el tiempo. 


Me siento en este momento más charlatán que nunca; más saltimbanqui, que dice mi madre, teorizando desde la barrera de esta columna con arengas sobre el emprendimiento en Mágina; predicando en el desierto ante mis contados lectores, para que nunca dejemos morir a nuestros pueblos. Y mientras, tú, a la chita callando, con tus palabras sencillas y tu laboreo silencioso pero continuo, habías conseguido poner en marcha el primer proyecto emprendedor que se haya visto en Bélmez —y, además, con perspectivas de crear puestos de trabajo—, desde que el magnánimo de Amancio Ortega se llevara el negocio de los trapos a Asia y, en un arrebato de mala conciencia, repartiese por los hospitales de España sofisticados artefactos que curan lo imposible. Claro, tú me dirías que esto es solo un empezar; sí, pero es el primer empezar en décadas, te contestaría yo. 


Ese era tu sueño, el mismo con el que tu primo Jose María y tú habíais fantaseado muchas noches; un sueño con raíces profundas como las de los de los olivos de «la tierra de las fatigas» —como tú llamabas estos parajes maginenses—, que habrían de hacerlo realidad. Luego, él se fue; aunque, antes de marcharse, todavía tuvo tiempo para enredar a sus hijos en la adicción de vuestra quimera. Y entonces, cuando el sueño dejó de serlo para convertirse en una realidad palpable, te ha barrido de un zarpazo con su cola de desgracia este despropósito de tiempo.  


Amigo Blas, todavía es muy temprano para hacer conjeturas; todavía duele por lo reciente, pero también por lo profunda y por lo traicionera la dentellada que nos ha supuesto tu pérdida; y ni siquiera nos hemos hecho a la idea de no volver a verte detrás de tu barra, sonriendo con tu natural socarronería mientras vas sacando brillo a los vasos, como para tratar de adivinar si el futuro seguirá llevando tu nombre o, al menos, una ligera fragancia, una brisa, un toque que nos traiga tu recuerdo cuando menos lo esperemos. Pero me gustaría que, por una vez, mis palabras sirvieran para algo más que para prender la chimenea, alimentar mi ego o las críticas de quienes no me aguantan. Me daría por satisfecho que, aunque solo sea porque hablo de ti, tus hijos se guardaran esta columna en algún lugar —donde luego no lo olvidaran, por supuesto—, para que, cada vez que se sientan perdidos, recuerden quién eras a través de las palabras de quienes te admirábamos; y que dichas palabras los imbuyan de alguna manera en tu espíritu. ¡Esa sería, de verdad, una forma tan maravillosa de honrar tu memoria!… 





 Y, fíjate Blas, que después de preguntarme muchas veces sobre los entresijos de lo que nos enredaba y, al fin y al cabo, unía, fue escribiendo sobre ello, cuando di con la clave; porque los mecanismos de la amistad son más simples de lo que algunas veces nos empeñamos en demostrar.    

 


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