18 de julio de 2018 -artículo aparecido en Ideal Sierra Mágina, agosto, 2018-
Tal día
como hoy, en el 586 antes de Cristo, los babilonios de Nabucodonosor II cesan
de sitiar Jerusalén, en el año 64 ya de nuestra era comienza el gran incendio
de Roma, aquel que presuntamente provocó Nerón, mientras que en esa misma fecha
de 1837, en una posada cercana a Olmedo es detenido el famoso bandolero Luis
Candelas, y 25 años después, Filipinas se independiza de España con la inestimable
ayuda de los Estados Unidos. Pero como diría Machado, el 18 de julio que aún
hoy sigue helando el corazón del españolito de una o de la otra España, ocurrió
en 1936, fecha en la que la sublevación de gran parte del ejército contra el
gobierno legítimo de la república, dio comienzo a una guerra civil cruenta como
la que más, fratricida como ninguna y absurda como todas.
Tal vez
los capítulos principales de aquella guerra se escribieran en Madrid,
Barcelona, Valencia, Sevilla, Bilbao… pero todos los pie de página que a la
postre han de ayudarnos a descifrar el eterno galimatías sociológico de España,
fueron añadiéndose por anónimos o cuasi anónimos de uno y de otro bando, en los lugares más recónditos de nuestra
geografía. Esa intrahistoria – o historia dentro de la historia- que hemos oído
a nuestros abuelos: como la del “cura bonito”, asesinado y después quemado en
el camino de Jódar a Bedmar; o la de aquellos mitad maquis, mitad bandoleros
que llamaban “los Chaparros”, y que se escondieron durante años en las
innumerables cuevas de nuestra Sierra Mágina, temerosos de la posible venganza
por lo ocurrido en Huelma durante los primeros días de la contienda; o la del
cúmulo de circunstancias y casualidades que hubieron de confluir para que en
Bélmez de la Moraleda no se derramara, a pesar de la intención de unos y
gracias a la intermediación de otros, ni una sola gota de sangre, excepcional
circunstancia que solo se dio en otro pueblo más de la provincia de Jaén.
La verdad
es que esta efeméride hubiera pasado como la mayoría de las habidas desde la
muerte de Franco: apenas recordada de una forma vaga e intrascendente al ver
los dos dobles dígitos -18/07- en el calendario de la parte inferior derecha
del portátil. Todo ello, si no perteneces a la generación de los milenial, circunstancia esta que te
llevaría antes a recordar, que el 18 de julio de 2008 el presentador Jesús
Vázquez fue el primer español nombrado embajador de buena voluntad de la ONU
para los refugiados; en cambio, me jugaría contigo un mes de suscripción a Netflix, a que no sabrías decir cuál era
el segundo apellido del dictador y mucho menos deletrearlo. Al final, la
reciente intención del gobierno de exhumar los restos de “su excelencia”, ha
inundado internet tanto de homenajes como de agravios, dejando una vez más al
descubierto las viejas heridas de nuestros cuerpos, hinchados de ir a la muerte
y al odio, que diría Silvio Rodríguez.
Andaba yo
pues ahí, en la red, enfrascado en la refriega, en mitad de una parrafada
intencionada como un proyectil, cuando un antiguo compañero de internado al que
le ha caído toda la contundencia del misil de mi palabrería, me ha reprochado
mi actitud, porque yo estudié –como él- “becado en una de esas obras que el
dictador hizo”.
Efectivamente,
yo, como la mayoría de estudiantes con media de sobresaliente en la antigua
Educación General Básica de los 60 y 70 en la comarca de Mágina, me gané una
beca para cursar el Bachillerato Unificado Polivalente y el Curso de
Orientación Universitaria en una de aquellas antiguas Universidades Laborales. No
era mi caso, pero para muchas de mis compañeras y compañeros de pupitre, esta
era la única posibilidad de estudiar. Si a ello le añadimos la nula existencia
de institutos en la comarca hasta bien entrados los ochenta, que a tu hijo le
concedieran la beca de la Laboral, podía compararse a que te tocara la lotería
o acertaras una de catorce. Poco importaba entonces quién promovía las ayudas o
que el fundador de la obra, el falangista José Antonio Girón de Velasco,
insinuara que aquellos edificios eran los castillos de la reconquista nueva,
donde los hijos de obreros y agricultores sobre todo, se formaban para ser
obreros y agricultores técnicamente mejores, “hombres de arriba abajo,
capacitados para todas las batallas del espíritu, de la política, del arte, del
mando y del poder”.
Cuando en
septiembre de 1979 marchamos a estudiar a Córdoba, teníamos la impresión de que
Franco había muerto hacía siglos. Aquel lugar, que nos recibía una quincena
antes que a los veteranos, ya no se llamaba “Universidad Laboral”, sino Centro
de Enseñanzas Integradas, nombre más acorde a unos tiempos nuevos y algo
salvajes que acabábamos de estrenar junto
a nuestra gramínea pubertad y su continua polución nocturna. Allí tuve
compañeros que fueron como hermanos de Huelma, Cabra, Torres, Cambil,
Albanchez, Campillo de Arenas…algunos los he seguido viendo y a no pocos el viaje del azar me los cruza de cuando en
cuando. Como también nos ha vuelto a cruzar este 18 de julio de 2018 a Franco y
las heridas de aquella guerra nuestra
tan necesitadas de una cura que envuelva en su gasa este viejo dolor español.
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