Ojos de niño -publicado en el programa de fiestas de Bélmez de la Moraleda, agosto 2018-


    Está decidido, de este año no pasa. Porque ¿no tenéis la sensación de estar aquí como de prestado? Sí, claro que sabéis a qué me refiero. Es como ese despertar que siempre es lo mismo, un mal sueño dentro de una pesadilla del que solo te reconforta levemente el que intuyas el argumento. Como en una peli de terror, que ya sabes lo que va a pasar. Pero ya no, yo me niego a terminar por acostumbrarme a este desenlace tan previsible. Por eso me he propuesto cambiarlo, porque no tiene que ser tan difícil. Y así puede que, rebuscando entre las inquietudes de mis noches, encuentre alguna luz que llevarme a la boca por la mañana.

    Es como esa premonición que nos invade cuando ya está amaneciendo el último día de las fiestas, esa impresión de que no te has enterado de nada; como si todo hubiera ocurrido pese a ti, como si no hubieras estado allí. Sin embargo, mientras miras cómo se van alejando las luces del ferial, ya sientes la nostalgia de lo que aún no acaba por irse del todo.

    Lo llevo pensando algún tiempo y definitivamente este año lo haré: arrancaré de mis ojos esta mirada miope y viciada, llena de prejuicios, de resentimientos y colocaré en su lugar dos ojos de niño como dos estrellas recién descubiertas, como dos luces cándidas y sin mácula alguna en el refulgir de su asombro. Entonces me veré portador de unos ojos glotones a los que nada se les escapa, ahí, casi a ras de suelo, a la altura de donde ocurre la vida de verdad, esa vida subterránea y secreta que va dejando escapar sus regalos, sus detalles, sin que los adultos nos percatemos de ello. Tendré esa mirada que sube para después bajar y volver a subir en una noria cambiante de sensaciones que me tiemblen en la boca del estómago, emocionado y a un tris de vomitar.

    No hay vuelta de hoja: para estas fiestas me pido estrenar la mirada azul, la mirada del inocente. Y no importa lo que ponga en la etiqueta con tal de que sea la de un niño o niña de entre unos 5 y 10 años aproximadamente, de este siglo, del pasado o hasta del más allá. Lo que cuenta es ese brillo donde titilan las luces de colores, mientras el pulso de la brisa de las últimas tardes de agosto oscila nervioso en banderines y guirnaldas.    
  
Ahora, que si me dan a elegir, ya no lo tengo tan claro. Porque está la mirada del niño al que le bailaban las pupilas al son de una diana floreada y que, avisado por el silbido de la pólvora, apretaba los ojos como si así lograra amortiguar el miedo al inminente estruendo del cohete. Ese niño que me recuerda a aquel otro que castigaron una víspera de fiestas de mil novecientos y poco, porque se fue hasta la estación de Cabra a esperar al cohetero. Ese niño avispado  y vigilante que nunca se fio de aquel trilero que mareaba garbanzos entre unos cubiletes. Ese niño sin una perra chica al que le bastaba con el bullir de los días de feria y un bolsillo rebosante de ingenio, para que de un momento a otro los ojos se le hicieran chiribitas y sin más le bailaran las abarcas.

    Pero está además esa otra mirada, la del niño que un buen día se marchó lejos del pueblo y que cada verano regresaba con la impaciencia rebosándole por los párpados. Aquel a quien la inquietud le invadía sus ojos grandes, enormes, exageradamente abiertos, que no querían perderse nada, porque sabía que después, hasta el próximo agosto, aún quedaba mucho invierno de por medio. Todo un año  a rebosar, contaminado de costumbres ajenas que digerir en un cuarto compartido, con las paredes desnudas donde colgar estos momentos únicos e irrepetibles, cuando la celebración hace tabla rasa y todos –hijos de emigrantes o de próceres del lugar- se igualan en la alegría; ese don humano que no entiende de posición social ni de porteros apostados en la puerta de una verbena vallada.

    Por supuesto, tampoco se me olvida la suya: la mirada del niño callado, tímido y oscuro, casi inadvertido, que observaba desde un rincón de la plaza el montaje del carrusel, de las cadenas o de la tómbola. El mismo que acudía cada tarde puntual al ensayo de los “Moros y Cristianos” y que soñaba algún día con decir aquello de “¡Ay de mí, perdí mi trono, y perdí mi libertad!”. El que año tras año, ingenuo, esperaba aquella “suelta de globos y de fantoches” que siempre se anunciaba y nunca sucedía.  Aquel que terminó colándose en la verbena cuando se armó el barullo porque Lolita suspendió su actuación, o que vio como  Mariano se marcaba un dueto con la joven Pantoja del “Garlochí”, uno de aquellos años de “misses” con vaqueros y moños improvisados. Porque definitivamente,  me los pido para estas fiestas: unos ojos de niño, unos ojos sin tara, sin prisa, a los que les queda tanto por ver, tanto por conocer...

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