De color tierra y abandono -artículo publicado en el Ideal Sierra Mágina de septiembre de 2018-


           Hace muchos años, casi treinta, yo andaba inmerso en la escritura de una novela corta que afortunadamente, por el bien de la literatura, decidí que permaneciera inédita. Alguien me dijo entonces que mi manera de escribir, donde la desolación y la añoranza lo impregnaban todo, le recordaba a Julio Llamazares. Acto seguido, y sin darme tiempo a que abriera la bocaza, puso en mis manos un ejemplar de La lluvia amarilla.

         Devoré aquellas páginas arrastrándome por la intriga de reconocerme en la manera de escribir de un autor consagrado, aunque después, admirado por el lirismo de su prosa, me sentí abochornado por una comparación que sigo considerando excesiva y más bien fruto del aprecio que siempre nos hemos profesado mi lector de entonces y yo. Pero por encima de todo, tras aquella lectura quedé conmocionado bajo la lluvia de hojarasca amarilla que inexorablemente terminaba enterrando el recuerdo de un pueblo ya derruido y al fin deshabitado del Pirineo aragonés.

         Indagué entonces sobre Julio Llamazares, descubriendo que no había sido fruto de la casualidad que escribiera sobre las fantasmagóricas ruinas de Anielle, pues él también había nacido en un lugar que ya no existía: Begamián, un pueblo de la comarca leonesa de Riaño sumergido desde 1967 bajo las aguas de un pantano. Sentí entonces un leve crujido en mi interior, como si me dieran un puñetazo seco y certero en la misma raíz de las cosas que verdaderamente importan, cuando por un instante pensé en cómo sería que ya no existiera el lugar donde nací; me resultaba complicado, casi indescriptible, pues –como diría Llamazares- “la palabra es muy limitada, y yo, más”.

         Todo esto de aquel entonces me vino a la cabeza tras una conversación mantenida con un joven  durante mi última visita a Mágina, donde mi interlocutor me hablaba de esta columna. Me decía que, sin contemplación alguna, arrimo a vuestros ojos una dispar, a veces contradictoria fe de vida, a través de los recuerdos de una Mágina que apenas ya se vislumbra en los perfiles de su paisaje, mucho menos en la memoria de su paisanaje. Me reprochaba que, detrás de tanta confesión de amor incondicional al terruño, de tanta añoranza y exaltación de lo vivido, no hubiera atisbo suficiente de crítica a la deteriorada situación actual de nuestra comarca, donde, salvo honrosas excepciones, nuestros pueblos se encaminan hacia una lenta y agónica desaparición bajo una lluvia de calima, una lluvia de color tierra y abandono,  por falta de salidas económicas, y sobre todo, de una adecuada incentivación pública.

         Esto me hizo pensar que quizás en algún momento debí perderme en el laberinto de las palabras, en el delirio de la belleza de estas per se. Que debí dejar que se difuminara la realidad de su significado en el colorido de sus construcciones rococós y amaneradas. Que olvidé su contundencia  y su fuerza sin vestiduras ni ambages; con el solo resonar de sus verdades certeras y hasta hirientes como arma arrojadiza.

         Y así fue como me dispuse a repasar lo publicado aquí, para comprobar que, ya la primera vez que se me invitó a estas páginas, mientras caía rendido ante la hermosura del entorno de Bélmez de la Moraleda -el pueblo que me vio nacer-, la fascinación atravesó mi entendimiento entre lo majoletos y cornetales que custodian las veredas y simas que rodean el río Gargantón, quedando camuflada entre el follaje la propuesta de mi artículo, donde abogaba por la reconducción del turismo esotérico –las Caras- hacia  el ecológico. O cuando recurrí al sentido de pertenencia que tenemos los de Sierra Mágina y del que tanto nos gusta alardear en las redes sociales, donde quizá me perdí en vericuetos lingüísticos que terminaron por malograr el impulso emocional, derrochando en ello el combustible que nos había de llevar al encuentro de los mecanismos que preserven esa cultura nuestra y su entramado de pueblos –las diferentes variaciones sobre Mágina- como una sola identidad con la que ser más fuertes ante las adversidades que se nos presenten. Porque tampoco, cuando apelé a la osadía que demostraron nuestros bisabuelos y nuestros abuelos para crear esta selva olivarera, quedó muy claro que no me estuviera dirigiendo a nosotros mismos  como agricultores y cooperativistas, instándonos a modernizar de una vez por todas nuestras almazaras. O tal vez tenga razón mi amigo aquel. Sí, el que dice que nunca me lee. Que el alarmante decrecimiento de nuestros pueblos se deba a supercherías, a pitos y flautas de afiladores, y no a la desidia en la que se ha instalado la práctica totalidad de la política rural, incapaz de entusiasmar y ofrecer un futuro esperanzador a la población joven, que por ello anda deseosa de pillar la puerta, porque no solo del amor por su tierra vive el hombre, ya que donde el individuo no se decide, siempre debe arrimar el hombro la res publica.  

         Nuestros pueblos tienen que seguir existiendo en un futuro lejano, y no solo en las palabras, siempre limitadas, de escritores y poetas. Tampoco en la limosna de la subvención europea, estatal o autonómica: pan para hoy y circo para mañana, que no sacian el hambre de futuro. No podemos permitirnos que la desidia de unos y de todos nos lleve al abandono de nuestras casas, que se pudran en silencio, en medio del olvido y los olivos, en las montañas de Sierra Mágina, bajo una lluvia de color tierra y abandono.

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