El reencuentro
Cincuenta años separan una y otra fotografía con una delgada línea apenas ya
perceptible en la presbicia que ha inundado nuestros ojos cansados,
aunque al ponernos las gafas inmediatamente vislumbremos el pegamento
que las une con las vivencias de toda una vida. La vida de Don Pedro
Ortega Campos, el joven sacerdote que nos impone con su sotana negra, y
el viejo seglar que nos enternece con su mirada afable, dicho lo de
viejo con toda la connotación cariñosa posible que sepamos añadirle a
esta palabra.
Este verano he tenido el privilegio de poder
zambullirme en sus vivencias a través de sus escritos de entonces,
llenos de entusiasmo y firme determinación, por no decir pétrea
insistencia, que por momentos te envuelven con su capa mística y casi
delirante. Ayer, cuando al fin pude estrechar su mano, mirarle a la cara
y sobre todo escucharlo, descubrí reconfortado que aún está ahí en
esencia el mismo hombre, aunque su emoción ahora sea contenida, con esa
sonrisa agradecida de alguien al que estábamos haciendo regresar del
futuro cincuenta años atrás, para poder responder a nuestras preguntas, a
nuestra curiosidad.
Y nos dijo que le gustaba cómo su parroquia
nacida en ese estilo minimalista y austero que estuvo tan de moda en los
templos construidos en los años sesenta, se había convertido en una madurita
de taitantos, más coqueta y seductora. Insistió Don Pedro en que no nos
arrepintiéramos nunca de haber derribado la vieja Iglesia, que aunque
había visto la luz en el amanecer arquitectónico del siglo XVI, tuvo la
desgracia de ser siempre pobre, pequeñita y escuálida, nada que ver con
sus señoriales hermanas; ni con la catedral en pequeñito que Vandelvira
moldeó para Huelma; ni con la muy respetable Parroquia de Cabra del
Santo Cristo, que terminó por ser desposada con la nada despreciable
dote de la imagen del Cristo de Burgos.
Nos contaba cómo en la
soledad del templo, reclinado en la oración, podía observar a las ratas
danzando sobre el altar mayor, o cómo temía que en el momento más
insospechado se le viniera encima la estructura del coro, donde una gran
grieta iba creciendo silenciosa día a día, devorando la estabilidad del
aquel lúgubre barracón lleno de goteras y humedad. Una noche incluso,
decidió acostarse sobre uno de los bancos del templo, a la espera de que
le avisaran para dar la extremaunción a un enfermo a punto de fenecer,
cuando en un momento de su sueño, en mitad de la madrugada, oyó de
repente un crujido seco que seccionó el banco en dos y que dio con sus
huesos en el suelo.
Se despidió de nosotros con la voz entrecortada
y lágrimas en los ojos dando las gracias a su pueblo de Bélmez de la
Moraleda con la misma insistencia que lo había hecho cincuenta años atrás, para
terminar haciendo suyas –nuestras- las palabras de Mario Benedetti.
El olvido no es victoria sobre el mal ni sobre nada,
y si es forma velada de burlarse de la historia,
para eso está la memoria que se abre de par en par,
en busca de algún lugar que devuelva lo perdido;
no olvida quien finge olvido,
sino quien puede olvidar.
Precioso Juan.Bonito homenaje a ese sacerdote. Los versos escogidos de Benedetti lo resumen todo
ResponderEliminarUn abrazo.
De hecho, esos versos de Benedetti fueron el final de su agradecido discurso.
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