La Iglesia nueva: crónica de un afán (Primera parte)






“Si Dios no edifica la casa,

En vano trabajan los que construyen”

(Ps.127,1)

                

   Decía Aristóteles, separando el terreno por donde campa la historia del paisaje donde retoza la poesía, que “una dice lo que ha sucedido y la otra lo que podía suceder”; la historia se encarga de lo que pasa de largo, y la literatura sin embargo, de lo que siempre perdura. Buscando el equilibrio imposible, una vez que la historia ya es nuestra, que nos apropiamos de ella, la colocamos en el lugar más visible, en el centro de la plaza. Después, como en un tiovivo, haremos girar la ficción sobre ese eje.

   Aquel día de septiembre de 1939, concluida la guerra civil, el recién nombrado cura ecónomo, don Antonio Soto Guerrero, en un gesto reflejo, se echó las manos a la cabeza. Visto desde fuera, sí que podía recordar al armazón de un templo. Todavía se adivinaba la torre aunque desdentada y huérfana de campanas,  pues éstas habían desaparecido durante la contienda. En su lugar, una llanta pequeña y otra bastante más grande, tal vez de una rueda de coche y la otra de camión, llamaban a misa con sus sordos y destemplados restallidos; primero tres punzadas agudas como pedradas, seguidas de un tañido orondo y pesado de gong.

    Una vez dentro, el reverendo se tropezó con un viejo y oscuro barracón que agonizaba enfermo de reuma, y que durante tres años había hecho las veces de salón de reuniones y hasta de teatro. “Si esta es la parroquia que me encuentro, no quiero ni pensar en el ánimo de mis feligreses”, se dijo el presbítero para sí, mientras en su recorrido iba  sopesando y separando lo urgente de lo que podía esperar. El nuevo cura de Bélmez de la Moraleda no se iba a arrugar. Sabía que no podía mostrarse abatido ante sus fieles, en cuyos rostros cansados y escépticos se dibujaban las cicatrices de la guerra.

   
Cuando pasado un lustro, el nuevo obispo don Rafael García y García de Castro llegó en visita pastoral, dejó constancia de haber encontrado todo conforme a las prescripciones canónicas y litúrgicas, “pero con gran pobreza de ornamentos y aspecto del templo”, aunque tomó buena cuenta de cómo se las ingeniaba aquel hombre voluntarioso y lleno de bondad para afrontar su labor. El padre Soto siempre tuvo claro que había que  recuperar el pulso a las tradiciones desterradas, y lo primero de todo era retomar las Relaciones de Moros y Cristianos. Para ello contó con la ayuda de don Antonio Guzmán Merino, quien no se lo pensaría dos veces para embarcarse en su organización y puesta en escena.  De esta manera regresarían de su destierro en el año 43, para ser de nuevo el acto principal de las fiestas patronales.

     Entonces Bélmez de la Moraleda, fiel reflejo de la España de aquellos años, era un erial de olivos abandonados a su suerte y  cosechas ínfimas por la falta de laboreo. Sólo la mitad de su reducido término municipal se destinaba al cultivo, mientras los diezmados rebaños de ovejas y cabras supervivientes a la requisa y al saqueo, se desperdigaban famélicos por  pastos y matorrales. Durante los largos períodos entre cosechas, las clases más modestas malvivían majando esparto y armando pleita, no sin sufrir la codicia y el abuso de ciertos comerciantes desalmados.

    Transcurrieron los días, los meses y los años, y al final, a don Antonio le sorprendería su traslado a Cabra del Santo Cristo enfrascado en la reposición de las almas y los espíritus maltrechos de sus parroquianos.  No tuvo ni un momento siquiera para pensar en la reconstrucción  del templo. Por ello su sucesor, don Pablo Martín de la Sierra y García Carpintero, con la ayuda ofrecida por el alcalde don Miguel Rodríguez Montabes, “Miguelín”, acometió nada más incorporarse, las obras imprescindibles que aseguraran y adecentaran aquella nave desolada.

    Los ya cerca de 91 años vividos por don Antonio Fuentes Rodríguez, no han mermado para nada sus recuerdos de entonces, cuando, estando en el servicio militar, obtuvo un permiso de dos meses para trabajar en aquellas obras junto a su padre y a otro vecino de la localidad; se repararon techos y repusieron tejas, se reconstruyó la medio derruida torre, las hornacinas, las peanas…

    Y mientras los albañiles andaban en la faena, don Pablo repasaba en los Archivos Parroquiales el inventario que el prior Siles y Salto hizo en 1850, e imaginaba aquel altar mayor grandioso, que algún día lo fue, con su retablo de madera jaspeado y dorado, con su Virgen de la Paz sobre la peana, “…vestida con túnica de seda azul y manto de lo mismo, con cinta blanca, un rosario pequeño de plata y corona de hoja de lata…”  Y en un lateral, la capilla en la que un día estuvo el camarín de la Virgen del Rosario, con su mandil y su manto floreado, su bajo ropa blanco de lienzo y el Niño en sus brazos adornado con votos también en hoja de lata. Y al otro lado la imagen de Nuestra Señora de los Dolores flanqueada en su retablo por dos candelabros, con su toca y su mandil de muselina de realce, su manto negro y la cinta de lazo al cuello con su corazón prendido. Y la Virgen del Carmen, también con su manto y mandil, éstos de merino, y la Inmaculada Concepción… imágenes todas quemadas en la hoguera junto a la del legendario cuadro del Señor de la Vida durante los convulsos días de agosto del 36.

   
Esas estrecheces y penurias que arrastraban a Bélmez por el pedregal de la década  de los 50, harán que los sucesivos párrocos que recalen en la parroquia de Nuestra Señora de la Paz, apuntalen su trabajo lejos de los andamios, sin ruido de palustres ni restos de yeso en las gavetas. Y don Antero Hurtado Molina se dedicará con tal arrojo a su labor evangélica, que hasta se hizo popular un dicho: de no ser trasladado en noviembre del 56 a Castillo de Locubín, hubieran terminado por meterse a monja todas las mozas casaderas del pueblo. Tampoco se distrajo Don Antero ante la crítica situación económica de los braceros, con sus manufacturas de esparto y de lastón, por lo que, junto al alcalde de ese momento, Miguel Montabes Fernández, “Miguelote”, impulsó la creación de la Cooperativa Artesana Espartera El Señor de la Vida en el año 1954.

Comentarios

  1. Desconocía tu faceta de historiador.El retablo de la vieja parroquia del Señor de la Vida, era una maravilla. Hay una calle que lleva el nombre de Antonio Guzmán Merino?.Esperando la segunda parte.Saludos,Juan

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