Aquella tarde de finales de enero
Por fin aquella tarde de finales de enero, todos teníamos el
libro. La mayoría, heredado de hermanos mayores, de primos; un taco deslomado
que amarilleaba sobre el pupitre por la primera página. Otros, los menos, recién
comprado; oliendo todavía a tinta fresca y con ilustraciones a todo color. El
título, escrito con una letra manierista y afectada, lucía rotundo en un azul intenso sobre fondo terroso: Hemos visto al Señor. Debajo, un dibujo
de Jesús rodeado de niños apuntalaba intencionadamente aquella afirmación.
El maestro
mandó leer a quien, a las alturas que estábamos de curso, era ya su favorito: “Uno…Dios… Las cosas no se hacen solas. Las
máquinas, los muebles, los libros, han sido hechos por los hombres… Pero hay
muchas cosas, muchísimas, que los hombres no pueden hacer: los montes, los
ríos, el mar. Todos los hombres del mundo juntos no podrían hacer una mariposa,
un pájaro, una flor; muchísimo menos podrían hacer el sol, la luna o una
estrella…”
Entonces todo
era, además de incuestionable, rápidamente asimilado por nuestras entendederas
aún por llenar con dogmas de fe, operaciones aritméticas, leyes de física, batallas o fechas. Todo
ocurría por primera vez con la misma natural cadencia que los álamos del patio bailaban engatusados por
el viento del atardecer o las aguas del arroyo se abandonaban despreocupadas y
cantarinas por la pendiente. Por no haber, no había ni niñas en el aula; tampoco
se las esperaba.
Yo aún lo tengo y como tú dices, heredado. Imagínate como esta después de pasar por cuatro antes que yo, pero a pesar de eso y con sus hojas amarillentas y medio destrozadas, lo conservo y me encanta. No podría desprenderme de el por nada y lo curioso es que no se el porqué.
ResponderEliminarY no se te ocurra desprenderte de él; es la conexión con la niña que todavía está en algún lugar de tu interior.
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