Los desarraigados



Emigrantes a la espera del tren en la Estación de ferrocarril de Jaén

El techo histórico de nuestra población se situó en las 2588 almas durante el año 1950. Un récord que probablemente nunca se llegue a superar, si tenemos en cuenta la paulatina desaceleración demográfica de la actualidad, sufrida incluso de forma más lacerante en núcleos rurales. Además, de cambiar la tendencia, las reducidas dimensiones del término municipal de Bélmez terminarían por imposibilitar un hipotético crecimiento más allá de los 3000 habitantes.

                 

Fue precisamente aquel año de 1950 el que marcó el inicio de la fiebre migratoria en Bélmez de la Moraleda. Dicho éxodo mantuvo su tendencia ascendente durante veinte años, hasta el punto de quedar despoblados la mayoría de los anejos del municipio –El Horno el Vidrio, Las Ramblas, Neblín, Los Alijares, El Alhorín-, mientras que los restantes –Belmez y Aulabar- subsistieron el paso de los años con un reducidísimo contingente de moradores. Lejanas quedaban ya las cifras de 1940, cuando en Belmez vivían 209 personas, en Aulabar 110, 54 en Las Ramblas, 29 en Los Alijares y 16 en El Alhorín y en El Horno el Vidrio.      



        Gran parte de aquellos emigrantes, sobre todo los que se marcharon durante los primeros años, pusieron rumbo al Levante. La ciudad preferida por nuestros paisanos fue la alicantina Alcoy, que durante la década de los 50 experimentó un gran crecimiento urbano, con la consiguiente construcción de casas para quienes llegaban desde otras zonas de la Comunidad Valenciana, Albacete, y sobre todo, desde Andalucía. Así, en el barrio del Batoy proliferaron las edificaciones subvencionadas por el Sindicato de Vivienda o por el propio Ayuntamiento, que se asignaron a familias de trabajadores.  En un primer sector situado en la zona alta del barrio se crearon cinco grupos de construcciones.



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Construcción de 80 casas en el Barrio del Batoy de Alcoy, año 1954
La mayoría de quienes dejaron nuestro pueblo se asentaron en la parte baja del Batoy, en el lugar conocido como San José Obrero o Barrio de los domingos, donde no con poco esfuerzo, fueron invirtiendo sus ahorros en  pequeñas y modestas parcelas, donde ir construyendo su propio hogar durante los días festivos; de ahí la denominación “de los domingos”.



El psiquiatra Josep Solanes, nacido en Barcelona y exiliado tras la guerra civil, primero en Francia y más tarde en Venezuela, donde falleció, habla en su ensayo En tierra ajena de la vida y de los sentimientos de los exiliados, desterrados, desplazados, apátridas; todos migrantes en definitiva. Lo hace mirando desde dentro, desde el ahondamiento en su propia experiencia, resultando así su testimonio, poético y tierno, pero sobre todo revelador.



Reflexionando sobre las palabras de Solanes, no es difícil  imaginar entonces las sensaciones primeras de aquellos  emigrantes recién desplazados de Bélmez hasta Alcoy, Barcelona, Madrid… Los primeros días de oscuridad, de extrañeza, de borrosidad de las distancias, de la desorientación  por falta de referencias y de los tratamientos para la enfermedad de la nostalgia, de la esperanza última a la cual agarrarse, del desgarramiento del desarraigo…


Ese primer momento en el que tendrían la normal querencia a hermanarse, hasta llegar a  constituirse incluso en verdaderos guetos. Pero probablemente también surgirían desavenencias con quienes te recuerdan quién eres, de dónde vienes, y con ello lo que has perdido, el dolor de lo dejado atrás, en aquel pueblecito casi desconocido entonces de la provincia de Jaén. O en otro orden, también estarían quienes optan por el alejamiento, sobre todo, quienes tienen la suerte de alcanzar puestos de poder en la tierra de acogida y no desean que nada ni nadie les recuerde su primitiva condición de parias.



Calles de Bélmez en obras, finales de los 50, principios de los 60
Mientras tienes la añoranza de tu tierra y la íntima convicción del regreso, todo se vive con provisionalidad, por lo que lo desagradable y lo enojoso discurren sin dejar huella. Por ello, los desarraigados pueden atravesar situaciones deprimentes sin sentirse desmoralizados; aceptar trabajos humillantes y mal pagados, que en su pueblo probablemente habrían rechazado ofendidos, pero que ahora les queda ajeno y no le dan importancia, hasta que la adaptación no se haga efectiva.  

Sin embargo otros, los menos, se encaminan en las mismas circunstancias hacia otra dirección; la del abandono del deber, de la honradez, entregándose a veces a la rapiña y a la violencia en la convicción de que nada puede ocurrir a quien nadie es en aquella tierra.


Pero con el tiempo, ya despojado de una tierra propia, de la posesión de ese lugar particular en un rincón de la Sierra Mágina, el desterrado experimenta la liberadora sensación de ser parte de algo mayor, de ser parte del mundo, del universo. Entonces se apodera del planeta para ser unas veces huraño y nostálgico de aquella vida dejada en Bélmez a mitad del siglo pasado; para ser otras risueño y osado por lo logrado y vivido en la tierra adoptiva.


Y paradojas de la vida, quienes al final encuentren el camino de regreso, quienes se crean afortunados por volver a Bélmez, experimentarán  contrariados la sensación de estar en un lugar que también les resulta extraño y desconocido, porque no solo ellos han cambiado; también aquel pueblo que dejaron y tanto añoran ya no está, solo existe en lo más profundo de su memoria, junto a los recuerdos de su infancia y su primera juventud. 

Nunca hemos de tener miedo a embarcarnos en este viaje sin duda intenso e inspirador, en el que afortunadamente suele haber un puerto de llegada, una tierra de acogida. Deberíamos sentirnos unos privilegiados, en contraposición con lo que les ocurre a quienes en estos días emprenden su viaje hacia Europa desde tierras muy lejanas y no son recibidos en ningún lugar,  no encuentran su destino y son devueltos a la miseria, y en muchos casos, a la violencia de la que huyeron.

       
Fernando Pessoa en Chicago, año 1928
    
Termino mi reflexión con una dedicatoria para todos los exiliados y migrados de Bélmez de la Moraleda y del mundo entero, que cojo prestada de las palabras, siempre evocadoras de Fernando Pessoa, quien también era  un desarraigado de cuerpo, pero sobre todo del alma:

 

“¡El tiempo! ¡El pasado! Algo allí, una voz, un canto, un perfume ocasional levanta en mi alma el telón de los recuerdos… ¡Aquello que he sido y nunca más volveré a ser! ¡Aquello que he tenido y no volveré a tener! ¡Los muertos! Los muertos que me amaron en mi infancia. Cuando los evoco, toda el alma se me enfría y me siento desterrado de los corazones, solo en la noche de mí mismo, llorando como un mendigo el silencio cerrado de todas las puertas.”

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