De nombre Bélmez y apellido Moraleda



“Ha llegado nuestro momento”, se decía para sí aquel modesto pueblo blanco de nombre Bélmez y apellido Moraleda, recién construido su alcantarillado, instalada su agua potable en todas las casas y con ese aire de niño con zapatos nuevos que le daba estrenar el asfalto aún fresco, donde esconder sus descarnadas y antiguas calles de empedrado. Corría el año 1962 y una borrachera blanca y resplandeciente encalaba sus fachadas con un aire postinero, que diría Guzmán Merino, que había que contar a los cuatro vientos el fin de la oscuridad, que la luz eléctrica había terminado por alumbrar la noche de la última y más humilde de sus casas apenas cinco años antes, que era el momento de poder fardarle a Huelma, a Bedmar, y hasta a Jódar, que para ello ya tenía teléfono desde 1956.



Calle Primero de mayo, años sesenta del pasado siglo.

         Se sabía pequeño, con apenas un ciento por encima de las dos mil almas, pero coqueteaba ufano de sus logros como de pueblo grande, con su fábrica de Conservas y su cooperativismo galopante. Atrás quedaban muchos malos momentos, el último además muy reciente, durante aquellas inundaciones de abril del 58 que arrastraron varias de sus casas de las Cuevas. Pero todo había pasado, ahora era un pueblo feliz desde las Eras hasta el Barrio.

         Aunque no era esa incipiente industria entonces, la misma que lo habría de convertir dos décadas después en un municipio opulento y barrigón, lo que más le enorgullecía al pequeño Bélmez. Lo que le hacía sonreír con cierto aire socarrón era mirarse en los ojos de aquellos niños que se asomaban al conocimiento y también al asombro por la vida misma, desde sus pupitres nuevos, con sus pizarras lisas y grandes llenas de quebrados y oraciones, desde su colegio amplio y acogedor desde donde decir adiós a las aulas de niñas y niños dispersas e improvisadas por doquier.

Cuento de Martita. Fuente: internet.
         Y para terminar de henchirse en su vanagloria, al año siguiente tuvo su biblioteca municipal, para que las niñas y los niños de la Moraleda se aficionaran a la lectura, aunque Pepe Rubio, su bibliotecario, tuviera la peregrina concepción de que a los nueve o diez años solo te pueden interesar  los cuentos de Martita, si eres niña o Las aventuras de Tintín, si eres niño, dando lugar sin querer queriendo a que, hoy en día, muchos de aquellos niños, sigan siendo grandes aficionados a los cómics a sus cuarenta y muchos años.

         Era la segunda mitad del siglo XX y Bélmez se lo repetía una y otra vez para los adentros de sus esquinas, para los recovecos de sus calles, para las tripas de sus recientes alcantarillas, “ha llegado nuestro momento”. Así que, tomó carrerilla y creció y prosperó hasta donde el tiempo y las autoridades lo permitieron. En el trayecto hubo esfuerzos y recompensas, errores y aciertos, envidias y también admiración. Como dicen los viejos del lugar: “éramos la envidia de toda la comarca”. Pero recordad, que la historia es cíclica. Solo hay que conocerla, observar y con las ganas y los instrumentos adecuados, todo puede volver a pasar. Y el viejo Bélmez de apellido Moraleda, parece muerto, pero no lo está. De muchas y peores se le ha visto regresar henchido y ufano, con su aire postinero, que diría Guzmán Merino. Si no, tiempo al tiempo.    
        

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