El primero de los árboles



         Los sucesos de la infancia y de la adolescencia acaban impregnando todo a rededor con sus fragancias y olores, tiñéndonos el carácter en unas tonalidades u otras. Es el efecto conocido de la magdalena de Proust –y no me refiero al supermercado ecológico que existe con ese nombre en Madrid-, sino al escritor francés y al primer tomo de su obra, Por el camino de Swann: “...Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena… apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…”
Cuadrilla con Juan Cano padre, Paco Cano y Juan Cano hijo.




         Casualmente los olores, sabores, colores de mi infancia tienen que ver de largo con magdalenas y tortas de chicharrones y almendrados y alfajores y “mantecaos” pobres y manchegos… -pues soy nacido y criado en una panadería- pero también con la aceituna recién vareada, cuando a eso de la hora del ángelus el sol ya la ha calentado lo suficiente en la improvisada parrilla de los fardos y hasta las pituitarias de los aceituneros llega un efluvio vaporoso y frutado, que recuerda a higuera y a hierba y que, como si de un resorte se tratara, termina activando los jugos gástricos. Como le dice Juan Eslava Galán a su amigo chino japonés Masaru hablándole del olor de la masa –vianda- de la primera molienda: “El que lo huele una vez, ya no lo olvida nunca. Es un olor evangélico. Huele a verdad y a vida” (Las rutas del olivo. Masaru en el olivar).  
Portada del libro de Juan Eslava Galán

         Esta primavera por ejemplo, en uno de mis regresos a la madre, a la familia, a Bélmez, mientras miraba el destello de los olivos en la ventanilla del coche –del mar de olivos que tanto gusta decir por estos pagos, mientras un hilo de orgullo se nos va cayendo barbilla abajo- veía el ramón amontonado en las camadas y recordé que estábamos en tiempo de corta. Viajé unos años atrás hasta sentir de nuevo una bofetada de calor en la cara, como cuando una inoportuna ráfaga de aire cambiaba el fragor de la hoguera dispuesta para quemar todo el ramaje desmochado. Entonces, mi hermano arrastraba entre maldiciones las támaras ardiendo, mientras yo corría para echar unas cavadas de tierra en la lumbre. “¡Tío eres un inútil!” Pero en esos momentos de apuros siempre aparecía mi padre, un recio agricultor de cuarenta y pocos años por aquel entonces, que no conocía ni la fatiga ni lo imposible. Con tres toques de azada y dos patadas a la hoguera, agachaba las llamas y hasta conseguía apaciguar al mismo viento. Eran otros tiempos: mi padre era joven y fuerte, el ramón se quemaba en lugar de usarlo para abono del propio olivar, las vibradoras acababan de hacer su aparición en la recogida y eran tan pesadas… y si escarbo un poco más aparecen, como si de restos arqueológicos se trataran, las cribas, las bestias cargadas con colmo de sacos de rafia, los capachos…


Este océano verde del que tanto presumimos no era tal a principios del XIX, porque  los olivos que griegos y fenicios nos trajeron desde el Mediterráneo oriental, que los romanos nos enseñaron a mimar y los musulmanes conservaron,  fueron relegados y casi extinguidos por los colonos cristianos que llegaron del norte con sus cereales y su ganado. Fueron nuestros bisabuelos y nuestros abuelos quienes repoblaron de olivas esas Ramblas y esas Manseguillas, para que ahora alcemos la cabeza con eso tan manoseado del mar plateado. Ellos comprendieron el error, porque el olivo es la nobleza y la generosidad hecha árbol, que dice Eslava, o el primero de los árboles, que dijo el hispano romano y gaditano Columela, pues su cultivo necesita poco cuidado, aconsejando una poda cada ocho años, aunque Plinio y Catón establecieron la conveniencia de quitar las ramas secas y rotas una vez al año.

         Nuestra vida, nuestra economía gira desde entonces  alrededor de las olivas –que es como aquí se llama al árbol y no al fruto-. Y lo que a simple vista pudiera parecer en continuo cambio y evolución, no lo es tanto cuando acercamos la mirada hasta el olivarero y su parcela y su cooperativa y su pueblo, donde seguimos, como hace casi cien años, haciendo la guerra por nuestra cuenta, dándole más valor a la producción que a la comercialización, y dentro de la producción, a la cantidad que a la calidad, y dentro de la comercialización, a las pesadas y poco prácticas garrafas de cinco litros que a las manejables y comerciales de un litro, y lo de vender on line, que nos da salpullidos... Además, le seguimos teniendo miedo a que comience la nueva campaña y la bodega aún no esté vacía y entonces malvendemos a los italianos cisternas y cisternas de aceite, para quejarnos luego de que venden nuestro aceite como propio y que no hay estabilidad en los precios. Para colmo, otra amenaza se cierne sobre nuestro cielo y, casualidad, también nos llega de Italia: la silenciosa, callada y mortífera xilella fastidiosa, ¡qué fastidio!, ¿no?.

         Quizá nos toque a nosotros, como antes a nuestros bisabuelos y a nuestros abuelos, dar un paso adelante y llenar nuestras cooperativas de químicos que hagan nuestro aceite, no sobresaliente que ya lo es, sino superior. Probablemente seamos la generación llamada a poner a la cabeza de nuestras cooperativas a gerentes profesionales, a salir fuera de nuestros quehaceres de agricultor y ponernos a vender sin intermediarios, con comerciales que representen nuestra marca. Irremediablemente y ya con urgencia, estamos obligados a tener en nuestras cooperativas ingenieros agrónomos capaces de atajar plagas, de optimizar explotaciones, de enseñarnos a tratar nuestros olivos, no para que produzcan más, sino para que produzcan bien.

         Mientras tanto, y todavía rememorando ese olor de las aceitunas negras y brillantes abriendo mi apetito, aquí dejo el enlace de la página web de nuestra cooperativa, por si alguien quiere comprar aceite (https://laperlademagina.es/), cuando me vienen a la cabeza aquellos versos tan sentidos de Lorca:
Conozco tu encanto sin fin, padre olivo
al darnos la sangre que extraes de la tierra
como tú yo extraigo mi sentimiento
el olio vendito que tiene las ideas.
Un servidor, con pose poco productiva, como para un cuadro de Velázaquez.

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