Reencuentros al fresquito del Pozo




Y
a han perdido la cuenta desde cuándo, pero el caso es que, un año más, ahí están las tres; en su mesa de las confidencias,  arrimando su animosa conversación  al fresquito del Pozo, celebrando, desde un rincón del Nacimiento, como siempre con discreción, con prudencia, el triunfo de una amistad que se remonta hasta la infancia, a prueba del tiempo y a pesar de las distancias. Y probablemente así habrían permanecido, escondidas y anónimas, de no haberse cruzado con mi impenitente curiosidad, ávida de historias y vivencias que acercar a la sombra redonda de mi almecino.

De siempre las recuerdo, como ahora, hermanadas por un hilo fuerte e invisible que las ataba con un conjuro de lealtad inquebrantable, quién sabe si porque nunca bebieron los vientos por el mismo niñato insensible con cara de bobo y  cráteres de acné. El caso es que las envidiaba, pues era incapaz de descifrar el encriptado de sus gestos, el sentido de sus palabras o la intención de sus miradas, y por mucho que me empeñara en rondar su compañía y también su amistad, nunca logré dar con el secreto de tanta confidencialidad. Pensaba incluso, que había que ser mujer para comprender aquel idioma cargado de fraternales sutilezas.

Me he acercado a ellas, confieso que como entonces, temeroso e indeciso, a pesar de que mi cara, mis gestos, mis palabras, parecieran transmitir toda la confianza del mundo. “¿Os importa que me siente?” Y como si uno de estos años estuvieran esperando mi llegada, me han hecho un lugar en su mesa de tres esquinas. Nos hemos preguntado por los maridos y por la esposa; por los logros de los hijos y por los hijos-libro que por fin se van logrando; por los recuerdos y por los olvidos; por los besos y los desencuentros; por lo que quisimos ser y lo que aún ansiamos conseguir…

De pronto, he caído en la cuenta: estaba hablando el mismo idioma, con los mismos guiños, con las mismas claves que ellas. Las entendía y  ellas comprendían por completo todo lo que de mí salía, hasta cuando me pavoneaba, un poco por saberme el único gallo a la vista, claro. Entonces, mientras ellas hablaban de juntarnos un año de estos todos los de la clase, las he observado silencioso y divertido, recreándome en la belleza serena, aunque tan distinta de cada una de ellas; la sonrisa grande e infantil que aún perdura en la una; la mirada firme y enigmática que sigue caracterizando a la otra; el rubor, casi imperceptible con que la tercera consigue llenar esta tarde de encuentros… Quizá el año que viene, aunque no me hayáis invitado, nos volvamos a ver.  

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