Mi nombre es Yusuf




Antecedentes:
    Una vez concluida la guerra civil, el recién nombrado cura ecónomo, don Antonio Soto Guerrero, tuvo claro que había que recuperar el pulso a las tradiciones desterradas, y que lo primero de todo era retomar las Relaciones de Moros y Cristianos. Para ello contó con la ayuda de don Antonio Guzmán Merino, quien no se lo pensaría dos veces para embarcarse en su organización y puesta en escena.

La estrategia que ideó junto al reverendo, estaba bien clara. Por una parte, se reescribiría la leyenda del cuadro del Señor de la Vida, hallado en una mazmorra del castillo por el pastor Eufrasio de Viedma, mientras por otro lado, se daría forma a un segundo capítulo a representar durante la festividad de San Andrés. Y todo ello, sin descuidar un ápice la parte escénica e interpretativa, como le correspondía a un hombre de cine como él.

Cuando Guzmán Merino se puso manos a la obra, encontró una nota del presbítero Juan Montijano advirtiendo que, como rezaba la tradición, la conquista definitiva del catillo de Belmez no fue en 1235, sino en 1449, a cargo del capitán Fernando de Villafañé, asistente por el príncipe Enrique en la ciudad de Baeza. Pero como apuntó el propio poeta, la ficción le autorizaba “a adelantar los acontecimientos y situarlos en el reinado del glorioso rey San Fernando, que redimió pueblos y fortalezas en nuestra provincia”.

Así fue cómo,  guiadas por el pastor Eufrasio, las tropas de Fernando III se enfrentan a las del primer rey nazarí, Muhammad ibn Yusuf ibn Nasr, más conocido como Ibn Al-Ahmar, Alhamar, “el hijo del Rojo”, durante la romería de Belmez en el mes de mayo.

Sin embargo, aquello no debió dejar conforme a nuestro querido escritor, quien, una  vez cumplida la tradición, decidió que la versión de las fiestas, entonces a finales de octubre, habría de estar correctamente situada en la cronología de la Historia. Por ello, el rey moro que aparece ahora, no es otro que Yusuf el Hamida, de quien a continuación, y con el permiso de la historia y de don Antonio, me he permitido escribir, en primera persona, el relato de su vida:

M
i nombre es Yusuf ben Ahmad, o Yusuf “el Cojo”, como me apodasteis los cristianos. Pero si me dieran a elegir, me quedaría con el sobrenombre que me dio el poeta Guzmán Merino: Yusuf el Hamida, “el digno de alabanza”.


    Mi memoria, tan sabia como traicionera, se remonta a contracorriente hasta el lejano y despreocupado correteo de un niño por los jardines del Generalife, desde donde regresa clara como el mediodía, para hablarme de juegos y de risas entre las fuentes y las columnas. Mas de repente, los recuerdos se oscurecen, camuflándose en las sombras de los despachos y las embajadas, para empaparse de intrigas y felonías, evocando que no fui un santo, aunque a bien seguro que Alá sabrá perdonar mis faltas, propias de la agitación y el dislate de un tiempo umbroso y aciago; el tiempo del mundo en el que me tocó vivir. 


    Ya lo contó entonces Inm Asim, que mi querida madre fue Fátima ben Hurra, “la Noble”, hermana del sultán Muhammad IX, Al Aysar, y única entre los de su estirpe con quien mantuvo buena relación, pues siempre la dispensó con privilegios y distinciones en la ciudad de Granada, donde pasé toda mi infancia y buena parte de mi juventud, al abrigo de mi tío y del palacio de la Alhambra.


Personaje de Yusuf el Hamida durante un parlamento de las Relaciones de Moros y Cristianos que el poeta Antonio Guzmán Merino rescató del olvido y reescribió en 1943.





    Por razones que los siglos han nublado, o no tengo voluntad de recordar, pronto me enemisté con mi señor tío y marché a vivir a dos pasarangas o leguas de la ciudad, hasta Qaryat Wad, lugar ahora conocido como Huétor Santillán. Mi ausencia y desapego de la Corte fueron aprovechados por mis enemigos que, en sus conspiraciones, tensaron la cuerda hasta romper toda comunicación entre el emir y yo.


    Anduve solo en mi travesía a la madurez, aprendiendo de los avatares del camino, encajando los desaires y   sorteando las zancadillas, hasta que un buen día, con la ayuda de la providencia y la pertinacia de mi madre, mi tío me nombró alcaide de Almería, alejándome definitivamente de los enredos palaciegos.


    Los años fueron pasando, aunque las trampas de mis adversarios no cejaron, sino que al contrario, se multiplicaron, mientras que la distancia con mi añorada Granada endureció mi alma, ya insufrible en su irreverencia, hasta que la rebeldía y, reconozco que, cierta soberbia, me llevaron a arrogarme atribuciones cada vez más disparatadas. Así acuñé moneda en mi nombre y exigí dominio sobre todos los pueblos y fortalezas de la región, a los que no perdoné ni el más nimio de los aranceles. Hasta en mi delirio, me atreví a establecer relaciones y alianzas de igual a igual con los reinos cristianos, pues me sentía el único señor de Almería.



    Mandé entonces al frente de mi ejército, al caíd Muhammad ben Hibrahim ben Qabsani, para que atacase Marchena, pero la ciudad resistió, gracias al auxilio del alcaide de Guadix,  que obedecía órdenes del emir Muhammad. Ante esto, lejos de amilanarme, tomé Laujar de Andarax, provocando que mi tío se pusiera al frente de su ejército, para  dirigirse hasta Almería. Siempre prudente, como buen hombre de Estado, se hizo acompañar de cadíes y ulemas –jueces civiles y doctores de la ley mahometana-, con el fin de respaldar los alfanjes y gumías con preceptos del Corán, pero lejos de convencerme y hacerme desistir, consiguió espolear mi impertinencia y allí mismo me autoproclamé sultán.


    Un mes entero, con sus días y sus noches, duraba ya el asedio de la Alcazaba, cuando decidí contraatacar. Envié entonces  un contingente de cien caballeros y, al menos, otro tanto de soldados de a pie. La encomienda estaba clara: había que frustrar todo suministro de agua al campamento del emir. Para sorpresa de todos, mis tropas fueron más allá y, en contra de lo predecible, vencieron a mis hostigadores, y no solo los dejaron sedientos, sino que se apoderaron de un suculento botín.



    Muhammad Al Aysar se vio obligado a levantar su campamento y emprender el camino de regreso a Granada. Antes de llegar, la supo sublevada a mi favor, junto con  Guadix, por lo que decidió retirarse hasta  Málaga. En un continuo acoso le hice huir a Íllora, y desde allí al alcázar de Burina, donde, haciendo gala de su consabida sabiduría, abdicó en mi favor para evitar a toda costa una guerra fratricida. A cambio de ello, no tuve reparo en que se instalara en el palacio de la Alhambra, en la residencia al Dar al Kabira, “la Casa Grande”.



    Todo había comenzado con el asedio de Almería,  que por abril era, cuando la siega de la cebada temprana, en aquel año de 1445. Y todo terminó con mis tropas apostadas en las almenas de Monclín, allá por mitad de julio, en el tiempo de la recogida del panizo durra. En apenas cuatro meses, yo, Abu l-Hayyay Yusuf, hijo de Ahmad, hijo a su vez de Muhammad, el hijo de Yusuf y este de Ismail, el nieto de Yusuf II y biznieto de Muhammad V, me había convertido en el nuevo emir de la dinastía nasrí o nazarí, bajo el nombre de Yusuf V, adoptando el título honorífico de Muayyad bi-Llah.



    Pero poco tardó en aparecer un nuevo pretendiente al trono: mi primo Abu l-Walid Ismail, uno de tantos caudillos moriscos  que sufrieron el destierro y que,  en lugar de hacerse fuertes en las extremaduras del reino, se refugiaban bajo el manto de vuestro rey por entonces, Juan II de Castilla.



    Ismail era consciente que, desde su asiento acolchado en la Corte del enemigo, nunca conseguiría hacerse con el poder, por lo que decidió acercarse hasta Cambil y provocar revueltas a lo largo de todo el territorio, con las que agitar además a los nobles capitalinos. No me quedó entonces más remedio que destituir al visir y nombrar en su puesto a Abu l-Qasim, quien logró apaciguar a los sublevados. Mientras, Ismail regresó tras sus pasos hasta los confines de Castilla.
Las tropas cristianas “capitaneadas” por la imagen del Señor de la Vida, patrón de Bélmez de la Moraleda



    Gracias a la bondad divina, pude recuperar muchos de aquellos pueblos perdidos frente al cristiano infiel y a su vasallo, el traidor Ismail. Como la fortaleza de Hisn al-Nayas en la parte baja del río Almanzora, como Baza o como los dos Vélez. Pero, desafortunadamente, no logré conservar otras muchas y preciadas plazas, siempre en entredicho en la cambiante   frontera con el Santo Reino de Jaén. Uno de esos lugares era vuestro Belmez, mi Belmez, allá por la vega del Wadi-l-Ard, el “río de la Tierra” o río Jandulilla, donde mis hombres lucharon baldíamente, no solo contra las tropas baezanas que, bajo el mando del comendador Fernando de Villafañé, servían al hijo de Juan II, vuestro príncipe don Enrique. Sino también al parecer, contra la fe procesada hacia un fetiche milagrero: un cuadro que representaba a al-Masi, a Isa, al Mesías, al último profeta enviado por Alá para guiar al pueblo de Israel, atado a una columna. El mismo amuleto, la misma reliquia e inequívoco signo de vuestras creencias, que por los siglos continuáis llamando vuestro Señor de la Vida.


    Tal vez yo fuera así, que me mereciera esa fama de monarca arrogante y altivo que corrió de boca en boca,  de siglo en siglo. Que me  mereciera que Guzmán Merino inmortalizara con su pluma mi incauto despotismo. Y ojalá que las palabras de arrepentimiento que entonces pronuncié, se hubieran asemejado un tanto a los versos de un zéjel. Ojalá que hubiera hecho mío tan agradecido discurso como el que vuestro poeta puso en mis labios, para mejor convencer así de lo inútil de las guerras y lo torpe de la inquina. Porque “¡ay de mí, perdí mi reino, perdí mi libertad!”



    Tiempo después de la derrota en Belmez durante aquel año de la era de vuestro Señor de 1449,  los partidarios de mi tío Muhammad decidieron unirse al perro de Ismail. Yo estaba seguro de que él nunca aprobaría esta pérfida artimaña, pero de inmediato huyó de su dorado retiro de la Alhambra para ponerse al frente de sus seguidores en Salobreña. Pocas lunas pasaron desde entonces, poco me quedó que demostrar en vida, poco que enmendar de mis errores y poco que expiar de mis culpas, pues se acercaba  ineludible y cierto el instante mismo en que la muerte habría de acuchillar mi espalda.
.


Comentarios

Entradas populares